Guillermo Rose, fundador del concurso anual de cuentos en español “Nuestra Palabra” a nivel Canadá desde el año 2004, y Toronto Hispano presentarán desde este miércoles 26 de febrero y cada semana un cuento de la selección de los mejores trabajos presentados en la última edición. En esta primera entrega presentamos el cuento “Las cajas del Tío Pablo”, escrito por Humberto Clavería y condecorado con la Mención Honrosa en el X Concurso de Cuentos Nuestra palabra 2013.
"LAS CAJAS DEL TÍO PABLO"
Por Humberto Clavería
Cuando en el noticiero de la mañana anunciaron que la llegada del huracán a tierra firme era inminente, el tío Pablo se llenó de angustia porque la última ventolera fuerte hacía más de veinte años le había arrebatado lo que más amaba. Su madre le había repetido hasta el cansancio que vendiera esa casa y comprara otra en un pueblo cercano, en tierra firme, alta, lejos de la orilla del mar, pero él a pesar de que recordaba bien los desastres del pasado, parecía aferrarse a los recuerdos y se resistía a moverse de allí. Agobiado por la noticia comenzó con urgencia a cargar las cajas de cartón que tenía en el subterráneo a un lugar seguro en el primer piso. En ellas guardaba todos sus recuerdos: sus cosas más amadas, poemas, libros, fotos de la familia, su testamento, y todas las pertenencias de su amada Rebeca. Un par de veces había querido empacar la ropa de Rebeca y llevarla a una de esas tiendas de caridad, pero sacarlas un centímetro fuera de la casa era como decirle adiós a ese amor tan grande, como poner en la calle a su propio corazón, y él, nunca iba a estar preparado para eso.
Días antes lo había visitado una asistente social del gobierno tratando de evaluar su situación en la vejez y había recorrido la casa, y le había dicho que sería mejor deshacerse de todas esas cajas, que debía ser más práctico, real, que todo ese desorden era peligroso, y se estaba transformando en un hoarder, en un “cachurero”. Él estaba seguro que para ella era fácil decirlo, pero si se hubiese metido en sus zapatos, y hubiese sentido lo que él sentía, cómo su corazón se exprimía de dolor sólo al pensar de poner todo en la basura, ella no lo habría mencionado jamás, porque allí estaba concentrada toda su vida, y en cada cosa guardada estaban pegados los recuerdos como hongos difíciles de extinguir, y renunciar a ellos era como morir en vida. Quedó entristecido con la visita de la mujer, y con la insinuación de que botara lo que más amaba. Además, le parecía injusto que lo haya llamado “cachurero”, que le haya achacado ese trastorno mental que él conocía muy bien. Había pasado acarreando las cajas desde que vio el noticiero de la mañana, un esfuerzo que no debió hacer a sus setenta y seis años, que después del mediodía cuando se tendió extenuado sobre el sofá casi no se podía mover porque le vino un dolor agudo en la espalda, un espasmo muscular que el doctor llamaba lumbago. De inmediato estiró un brazo hacia la mesita de centro y alcanzó el frasco de los analgésicos y relajantes musculares y se tomó dos tabletas de una. Su gato que estaba tan cansado como él y que lo había seguido sin parar de arriba para abajo, se echó sobre una de las cajas presintiendo que estaban a punto de mudarse.
Allí acostado sobre el sofá el tío Pablo jamás se imaginó el momento que estaba viviendo solo y sin ayuda, al darse cuenta, estupefacto, como el día se iba obscureciendo mientras el viento huracanado soplaba cada vez más fuerte, indomable, haciendo crujir los cimientos de la casa, y la lluvia azotaba el ventanal como anunciándole que pronto entraría por cualquier rincón, y se quedaría por largo rato rompiendo sus recuerdos.
De pronto, se estremeció con el estruendo de la caída de un árbol en el patio, junto con un apagón eléctrico que lo dejó en una obscuridad indescriptible, seguido por el ruido de una gota de agua que empezó a filtrarse y caer amenazante desde el techo al piso de la sala. Se enderezó, y a tientas encendió una linterna. Un frío extraño le recorrió todo el cuerpo. Sobresaltado, abrió una de las cajas, donde encontró aquellas cosas que eran los tesoros más preciados de Rebeca su mujer amada, ausente, ida, muerta. Ahí estaban sus cartas amarillas, sus canciones preferidas, sus poemas dedicados, y decenas de fotos en sepia estropeadas por el tiempo. Se acomodó los lentes y leyó un poema, luego otro, luego una carta, luego otra, esas de un 14 de febrero. Con nostalgia repasó algunas fotos. Pensó que no volvería a llorar, pero todo estaba impregnado por la magia de los recuerdos que iban cobrando vida ahora que ella estaba tan distante, y él listo para ser desechado como escombro inservible después de una guerra. Volvió a tenderse sobre el sofá alucinado con esos momentos que estaba evocando, y como un resplandor fugaz del ayer le habían venido a iluminar a su alma ensombrecida por una gruesa capa de tristeza. Cerró sus ojos imaginando el pasado, y pudo escuchar las voces, las risas, las palabras de antaño, la eterna algarabía de los niños, el viejo murmullo de una antigua alegría.
Se despertó cuando golpearon a su puerta. Era ya de día, y una patrulla de la defensa civil de la guardia nacional deseaba saber quienes vivían allí y en qué condiciones estaban. Uno de ellos gritó: Anybody home? Y él respondió con voz temblorosa a través de la mampara, en su inglés con acento hispano: Yes… only me and my cat… and we are still alive.
Abrió la puerta y encontró a un grupo de socorristas que estaba asistiendo a personas abandonadas en los barrios más afectados por el huracán, ahora, con sus calles inundadas por torrentes de lodo que había dejado el mar embravecido por la fuerza de los vientos de la súper tormenta.
La partida fue rápida, sin la opción de arrepentirse y volver por los recuerdos. Lo abrigaron con una manta, y uno le dijo: Let’s go grandpa!– y él tomó la caja con su gato, y lo subieron en una ambulancia rumbo a un refugio. Un sollozo profundo le estremeció su alma llena de recuerdos al despedirse de su casa desbaratada que poco a poco se fue borrando de su vista llorosa en el horizonte de esa mañana fría de noviembre. La ambulancia hizo un giro, y, con sus llantas medio sumergidas en el barrial, comenzó a alejarse lentamente de la costanera por una avenida hacia tierra firme y alta, lejos de la Jersey Shore.
El tío Pablo había sobrevivido a la tormenta, al rugido del viento, al frío, a las aguas tempestuosas, a la soledad y la oscuridad de esa noche interminable aferrado al recuerdo vivo de su gran amor, Rebeca, que solamente la muerte podría borrar de su mente.